Lo ves ahí, con los ojos apagados y los hombros vencidos.
Lo ves bostezar a deshora, arrastrar los pies, vivir con el cuerpo, pero ausente con el alma.
Y rápido sacas la sentencia: “Qué flojo. Qué apático. Le falta vida.”
No tienes ni idea.
Ese hombre no es un flojo.
Está roto.
Roto por dentro, pero en silencio. Porque los hombres que sienten hondo no suelen hacer ruido.
No es falta de ganas. Es exceso de peso de responsabilidades.
No le falta motivación. Le sobra tristeza.
No está huyendo de la vida. Está sobreviviendo a ella.
Carga tantas cosas que no se ven…
Responsabilidades que no puede soltar.
Pensamientos que no lo dejan dormir.
Recuerdos que le arden.
Y miedos que se disimulan con una sonrisa cansada.
Porque ser un hombre inteligente y sensible no es ningún premio.
Es una condena silenciosa que te deja despierto cuando el mundo duerme.
Es sentirlo todo y no poder contarlo sin que te digan que exageras, que te pongas firme, que no seas “tan blando”.
Y eso quema.
Quema por dentro.
Nadie imagina las batallas que ese hombre libra entre las cuatro paredes de su mente.
Nadie ve la lucha en sus madrugadas, cuando no logra apagar la cabeza ni el corazón.
Nadie sabe cuántas veces se ha levantado hecho pedazos… y ha salido igual.
No, no es flojera. Es alma desgastada.
Es tristeza enquistada.
Es agotamiento de existir con un corazón que siempre está en guerra.
Antes de juzgar al hombre que siempre está cansado,
míralo bien.
Tal vez no necesita un consejo.
Tal vez solo necesita que alguien —una vez en la vida— lo abrace sin decirle que tiene que ser fuerte.
Porque ser fuerte, a veces, es lo que más agota.