Hay días en los que uno se cansa de dar explicaciones.
Días en los que todo lo que haces parece estar mal.
Días en los que, aunque te partas el alma, algunos solo ven el error, el fallo, la grieta.
Hay personas que tienen el don de compararte siempre…para dejarte por debajo.
Como si todos los demás fueran ejemplos a seguir, y tú, el desastre con patas.
Te dicen cómo ser mejor esposo, mejor padre, mejor hombre… como si ellos durmieran con tu insomnio o llevaran sobre sus hombros tus batallas.
Te juzgan sin saber lo que cargas.
Te llaman flojo, sin tener idea de las veces que trabajaste hasta el amanecer, de los días que sacrificaste sueños para cumplir con deberes, de las horas que le robaste al descanso por sacar adelante tu familia.
Pero claro… eso no se ve.
Porque el esfuerzo no hace ruido.
Solo el juicio.
Y lo peor no es eso.
Lo peor es cuando intentas abrir el corazón,
cuando bajas la guardia y te desahogas.
Crees que hablas con alguien de confianza, y lo único que haces es llenarles el arsenal.
Más tarde, todo lo que dijiste se vuelve cuchillo, y tú… el blanco perfecto.
Por eso, a veces, la soledad es el único lugar seguro.
Ella no compara.
No etiqueta.
No traiciona.
La soledad no te pone nota.
No te dice que “deberías ser más como tal” ni te mira con decepción.
La soledad no usa tus palabras en tu contra.
No te deja en evidencia.
No filtra tu dolor como si fuese chisme.
Hay una soledad que no da miedo.
Una que no hiere.
Una que, en medio de tanto juicio, se vuelve abrazo.
Porque cuando el mundo solo sabe apuntarte con el dedo, cuando los que se suponen tuyos se convierten en jueces, cuando cada palabra tuya acaba en otra boca… esa soledad que te escucha sin preguntar se convierte en tu única aliada.
Y bendita sea.
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