Hay gestos que pierden su valor cuando se cobran con palabras.
Cuando lo que se da se repite.
Cuando la ayuda se convierte en deuda… y la generosidad en chantaje.
Hay personas que dan, sí… pero no por amor, sino por necesidad de control. Que con una mano ofrecen, y con la otra apuntan. Que no saben ser sin recordar lo que hicieron, sin contabilizar lo que dieron, sin comparar lo que otros no hacen.
Y lo más triste es cuando, en esa contabilidad emocional, intentan dividir. Sembrar sospechas. Enfrentar.
Porque siembra desconfianza quien no tolera que los demás se quieran sin pasar por su filtro.
Porque malmete quien no sabe convivir con la libertad ajena.
Porque manipula quien no acepta que el cariño no se exige… se gana.
Ayudar no es eso.
Ayudar no es recordar cada favor como si fuera un trofeo.
Ayudar no es medir el amor con una balanza.
Ayudar no es dividir a una familia desde la sombra.
Quien de verdad ayuda, lo hace y calla.
Lo hace desde el amor, no desde el ego.
Lo hace para sumar, no para restar.
Y aunque el ruido de quien malmete a veces ensordece… el tiempo acaba silenciando a quien no supo amar con humildad.
Porque el corazón reconoce lo limpio.
Porque la verdad, aunque tarde… siempre acaba sentándose en la mesa.
Y en medio de todo esto, hay una ausencia que grita más que cualquier palabra:
la de ella.
La que sí sabía unir, la que siempre veló porque nadie se sintiera menos,
la que callaba y amaba, la que tejía la armonía sin pedir nada a cambio.
Desde donde estés, gracias por haber sido el lazo, la calma, el hogar.
Hoy más que nunca… se nota que ya no estás.
Y ojalá tu forma de querer nos sirva de guía. Porque tú sí supiste ser familia.
Tú sí fuiste amor de verdad.
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