miércoles, 4 de junio de 2025

Cuando el Silencio Habla


Hoy, después de misa, decidí quedarme un rato más. No tenía prisa. Algo en mí me pedía quedarme. Y lo hice. Me senté frente al Sagrario, frente al Santísimo, y simplemente… me quedé en silencio.

No buscaba respuestas. No formulé preguntas. Solo estaba allí. Y entonces ocurrió algo que no sé explicar del todo, pero que sé que fue real: lo sentí.

Sentí su presencia. Sentí que me miraba. Que me escuchaba. Que me abrazaba sin tocarme.

Sentí su calor… un calor que no viene del fuego, sino del alma.

Un calor que no quema, pero transforma.

Un calor que no abrasa por fuera, pero que remueve por dentro.

Podrás pensar que exagero, que mi mente me jugó una ilusión, que fue sugestión.

Pero no. Fue Él. Lo sé. Lo sentí. Lo viví.

Y cuando uno ha sentido la presencia real de Cristo en el silencio del Sagrario… ya no vuelve a ser el mismo.

Hoy, no recé con palabras. Recé con el alma.

Hoy, no le pedí nada. Solo me dejé mirar.

Y en esa mirada sin ojos humanos, encontré consuelo, paz y una certeza: Él está. Él vive. Él me escucha.

Que nunca se nos olvide que, a veces, lo más grande ocurre en el silencio.

Y que a los pies del Santísimo, basta con estar.



"Y mi corazón se va con Ella…"

Hoy el Simpecado ya va camino de las arenas.

Hoy mi Hermandad echa a andar, entre vivas, cantes, promesas y lágrimas.
Hoy comienza ese camino que no solo lleva a la aldea…
lleva al alma, al corazón… y a Ella.

Y yo me quedo aquí.
Otro año más.
Con la pena callada que solo entendemos los que alguna vez hemos sentido cómo late el pecho al ver salir a nuestra Hermandad por las calles de nuestra ciudad.
Con el nudo en la garganta de quien quisiera andar pero no puede, de quien se despide sin moverse del sitio.

Me quedo con los recuerdos de otros años,
con el polvo en los botos de aquel camino que aún vive en mi memoria,
con los abrazos sinceros de amigos en el camino,
con las plegarias entre pinos y las lágrimas al llegar a la reja.

Y aunque no esté allí, voy con ellos.
Porque uno no necesita estar presente para caminar.
Mi corazón va en la carreta.
Mi fe va en las pisadas.
Mi alma se va al Rocío.

A los que vais, cuidadme a la Señora.
Decidle que no me olvido de Ella,
que mi pena no es por no estar en la aldea,
sino por no poder mirarla de frente y decirle “¡Aquí estoy, Madre mía!”

Buen camino, hermanos.
Que Ella os lleve de su mano…
Y a mí, desde aquí, me regale la esperanza de que algún día volveré a cruzar las arenas junto con los mios.



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¿Decimos todo lo que sentimos?

Hay silencios que pesan más que mil palabras.

Verdades que se nos atragantan, sentimientos que se quedan a medio camino, atrapados entre el miedo y la costumbre. Porque, seamos sinceros… ¿realmente decimos todo lo que sentimos?

Cuántas veces hemos querido decir “te echo de menos” y, en lugar de eso, soltamos un “¿cómo estás?”.

Cuántas veces hemos necesitado un abrazo, y dimos una palmadita en la espalda.

Cuántas veces sentimos rabia, tristeza, ilusión… y fingimos indiferencia, como si lo que sentimos no mereciera salir a la luz.

Nos han enseñado a protegernos, a no mostrar vulnerabilidad.

A pensar antes de hablar, a callar antes de incomodar, a sonreír aunque por dentro estemos hechos pedazos.

Pero, ¿no es eso vivir a medias?

No se trata de ir por la vida gritando todo lo que pasa por nuestro corazón. Se trata de no quedarnos con las palabras atrapadas. De decir “te quiero” cuando lo sentimos, de pedir perdón cuando duele, de decir “me importas” sin esperar a que sea demasiado tarde.

Porque quien calla por miedo, se condena a no ser entendido.

Y quien no dice lo que siente, corre el riesgo de que el otro nunca lo sepa.

Hoy te invito a que lo digas.

A que no guardes lo que vibra dentro de ti.

A que no permitas que el orgullo o el temor le roben espacio a tu verdad.

Porque a veces, una sola frase puede cambiarlo todo.

Y porque el corazón, cuando se calla demasiado, termina por romperse en silencio.





martes, 3 de junio de 2025

El desapego: camino de libertad y alma de la verdadera pobreza

Vivimos rodeados de cosas que no necesitamos. De preocupaciones que no suman. De urgencias inventadas y metas que no nos pertenecen. El mundo nos empuja a acumular: objetos, afectos, reconocimientos… Y en esa carrera interminable, muchas veces olvidamos lo esencial: lo que somos.

El desapego no es frialdad. No es indiferencia. Tampoco es renuncia por desprecio. El desapego es un acto de amor profundo. Es reconocer que nada nos pertenece, que todo lo que tenemos es prestado, y que aferrarnos con desesperación a lo material o incluso a lo emocional, puede convertirse en una cadena que nos impide volar.

Cuando abrazamos el desapego como una expresión espiritual, estamos viviendo la verdadera pobreza evangélica. No la miseria, no la carencia impuesta, sino esa pobreza del corazón que nos hace libres. Que nos desbroza el alma y el día a día de lo innecesario, de lo que estorba, de lo que nos distrae del propósito real de nuestra existencia: amar, servir y vivir con ligereza.

Desapegarse es confiar. Es caminar sin miedo a perder, porque sabemos que lo verdaderamente importante no se pierde: se queda dentro. Es vivir con las manos abiertas, sabiendo que lo que llega es regalo, y lo que se va, aprendizaje.

En un mundo que idolatra el tener, el desapego es una revolución silenciosa. Una forma de resistencia y también de fe. Porque quien vive desapegado, vive en paz. No porque no le duela lo que se va, sino porque ha aprendido a encontrar sentido incluso en las despedidas.

Desapegarse no es dejar de amar, es amar de otro modo. Es amar sin poseer. Es dejar espacio a Dios para que Él ocupe el centro. Para que sea Él quien dé, quien quite, quien sostenga. Porque al final, solo lo que está unido a lo eterno, permanece.






lunes, 2 de junio de 2025

Los que más amor necesitan

Hay personas que no lo dicen.

Que no lo piden.
Que no se quejan ni levantan la voz.
Personas que caminan por la vida con el alma rota… y una sonrisa en la cara.
Personas que dan abrazos mientras por dentro tiemblan de frío.

Y es que hay quienes necesitan amor, pero no saben cómo pedirlo.
Porque la vida les enseñó a aguantarse, a no molestar, a ser fuertes… aunque estén al borde del derrumbe.
Porque aprendieron a tragarse las lágrimas para no incomodar, a callarse el dolor para no preocupar.
Y así andan…
Recogiendo los pedazos de su corazón en silencio.

A veces los ves riendo, bromeando, siendo los que siempre animan, los que siempre están…
Pero si miras bien, notarás que sus ojos no brillan como antes.
Que su voz, aunque firme, a veces se quiebra.
Que su alegría parece un disfraz demasiado bien cosido.

No necesitan lástima.
No quieren que los salves.
Solo necesitan amor.
Del bueno.
De ese que no juzga, que no interroga, que no exige explicaciones.
De ese que abraza sin hacer preguntas.
De ese que dice "estoy aquí", sin necesidad de más palabras.

Porque a veces un “te noto cansado” puede salvar un día.
Porque a veces un abrazo sin motivo es más necesario que el aire.
Porque hay personas que, aunque no lo digan, están luchando batallas enormes…
Y un poco de amor puede ser su única tregua.

Así que mira a tu alrededor.
Escucha con el corazón.
Y si ves a alguien en silencio, sin fuerzas o sin ganas…
No le preguntes qué le pasa.
Abrázalo.
Y quédate.

A veces, el mayor acto de amor… es simplemente no irse.




Cuando el Silencio Habla

Hoy, después de misa, decidí quedarme un rato más. No tenía prisa. Algo en mí me pedía quedarme. Y lo hice. Me senté frente al Sagrario, fre...