No buscaba respuestas. No formulé preguntas. Solo estaba allí. Y entonces ocurrió algo que no sé explicar del todo, pero que sé que fue real: lo sentí.
Sentí su presencia. Sentí que me miraba. Que me escuchaba. Que me abrazaba sin tocarme.
Sentí su calor… un calor que no viene del fuego, sino del alma.
Un calor que no quema, pero transforma.
Un calor que no abrasa por fuera, pero que remueve por dentro.
Podrás pensar que exagero, que mi mente me jugó una ilusión, que fue sugestión.
Pero no. Fue Él. Lo sé. Lo sentí. Lo viví.
Y cuando uno ha sentido la presencia real de Cristo en el silencio del Sagrario… ya no vuelve a ser el mismo.
Hoy, no recé con palabras. Recé con el alma.
Hoy, no le pedí nada. Solo me dejé mirar.
Y en esa mirada sin ojos humanos, encontré consuelo, paz y una certeza: Él está. Él vive. Él me escucha.
Que nunca se nos olvide que, a veces, lo más grande ocurre en el silencio.
Y que a los pies del Santísimo, basta con estar.