Hay quienes me miran como si nada me afectara.
Como si la vida me resbalara.
Como si tuviera el corazón blindado y los sentimientos sellados con hierro.
Como si estuviera hecho de otra pasta.
De la que no llora, de la que no se quiebra, de la que siempre va al frente aunque duela.
Y no los culpo.
Es fácil confundirse cuando uno no se derrumba a la primera.
Cuando no se deja vencer por la pena ni por el miedo.
Cuando, mientras otros se esconden, tú das un paso al frente y dices: "Aquí estoy, y no me rindo".
Pero lo que pocos entienden es que esa fortaleza no es frialdad.
No es indiferencia, ni ausencia de emociones.
Es todo lo contrario: es haber sentido tanto, haber vivido tanto, haber caído tantas veces…
Que aprendí a levantarme sin hacer ruido.
A tragarme las lágrimas si hace falta.
A apretar los dientes y seguir, aunque por dentro se me rompa algo.
Sí, soy de los que se crecen en la adversidad.
De los que no buscan excusas, sino soluciones.
De los que, cuando el mundo se viene abajo, construyen con los escombros.
No porque no duela, sino porque aprendí que solo así se ganan las batallas.
Y si eso me hace parecer distinto, que así sea.
Pero no te equivoques: también tengo heridas, también me duele el alma a veces, también me tiemblan las piernas.
Solo que no lo anuncio a gritos.
Solo que aprendí a pelear en silencio.
A confiar en Dios, en mí, y en lo que no se ve.
Porque no todo el que calla es insensible.
No todo el que sonríe está en paz.
No todo el que no se derrumba, lo tiene fácil.
Hay muchas formas de amar, y la mía…
es resistir.
Porque hay una verdad que siempre he llevado por bandera:
la vida no se trata de no caerse, sino de no quedarse en el suelo.
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