miércoles, 5 de noviembre de 2025

El dolor de no sentirse querido

 Hay heridas que no se ven, pero sangran igual que las que atraviesan la piel.

Una de ellas —quizás la más silenciosa y cruel— es la de no sentirse querido.
No hablo de la soledad, ni del desamor romántico, sino de ese vacío que se siente incluso rodeado de gente.
Cuando notas que te toleran, pero no te quieren.
Que te escuchan por educación, pero no por interés real.
Que te sonríen por costumbre, pero no por cariño.

A veces la vida te coloca en lugares donde te valoran por lo que representas, no por lo que eres.
Te quieren porque eres el hijo de, el hermano de, el padre de, el que ayuda, el que resuelve, el que nunca dice que no.
Te aceptan, sí, pero no por tu esencia, sino por el papel que cumples en sus vidas.
Y eso duele más de lo que cualquiera imagina.

Duele cuando sientes que, si un día decides desaparecer, el silencio apenas haría ruido.
Duele darte cuenta de que si no eres útil, si no sirves de algo, tu presencia pasa inadvertida.
Duele mirar a los ojos de alguien y notar que te trata con cortesía, pero sin alma.
Duele que te abracen sin sentirte, que te hablen sin escucharte, que te digan “te aprecio” sin mirarte de verdad.

Y uno se cansa.
Se cansa de ser el fuerte, el que aguanta, el que comprende, el que siempre está disponible.
Se cansa de dar sin recibir, de cuidar sin ser cuidado, de preguntar “¿cómo estás?” sin que nadie devuelva la pregunta.
Te cansas de fingir que no pasa nada, cuando por dentro estás gritando:
“¿Y yo? ¿Dónde quedo yo?”

El problema de ser bueno es que muchos confunden tu bondad con obligación.
Y el problema de tener un gran corazón es que siempre terminas intentando justificar la frialdad de los demás.
Hasta que un día te das cuenta de que no eres tú quien está roto, sino el entorno que no sabe valorar lo que tienes dentro.

Entonces llega la etapa del silencio.
Aprendes a callar, a observar, a dejar que el tiempo te muestre quién está por amor y quién por conveniencia.
Empiezas a alejarte sin hacer ruido, a guardar tus palabras, a proteger lo poco que te queda: tu paz.
Y ahí, justo ahí, ocurre algo hermoso: descubres que la soledad no siempre es enemiga.
A veces, es el refugio donde uno vuelve a encontrarse.

No sentirse querido es un golpe que te cambia.
Te vuelve más selectivo, más sensible, más sabio.
Aprendes que el amor no se ruega, que el cariño no se compra y que la atención no se mendiga.
Aprendes a quererte tú, porque entiendes que nadie puede llenar el vacío que otros dejaron por no saber verte.
Y eso, aunque duela, te libera.

Porque el amor verdadero no exige títulos ni condiciones.
No necesita apellidos ni roles.
El amor real llega cuando alguien te mira sin máscaras y te dice: “me gustas tal como eres, incluso con tus sombras.”

Así que si hoy te sientes no querido, no te castigues.
No te rebajes.
No cambies para encajar en un molde ajeno.
El que no supo verte, simplemente no tenía ojos preparados para mirar tu luz.
Y eso, créeme, no te hace menos: te hace distinto.

A veces, el mayor acto de amor propio es soltar.
Soltar los lugares donde no te valoran, las personas que no te sienten y los espacios donde solo existes por inercia.
Porque solo cuando te atreves a irte de donde no te quieren, la vida te lleva justo hacia donde sí te necesitan.

Y tú…
¿Alguna vez has sentido ese vacío de no ser querido, de ser simplemente tolerado?
Cuéntamelo. A veces, escribir también es sanar.




domingo, 2 de noviembre de 2025

El error que siempre vuelve

Nos pasamos la vida repitiendo frases hechas:

"De los errores se aprende", decimos, como si el simple hecho de tropezar nos hiciera más sabios.

Pero la realidad es otra, mucho más dura.

De los errores no se aprende, se sobrevive.


El ser humano tiene una habilidad increíble para olvidar lo que duele. Cuando el golpe pasa y la calma vuelve, enterramos lo vivido en algún rincón del alma, convencidos de que ya está superado. Pero lo que se olvida no se aprende… y lo que no se aprende, se repite.


Nos decimos que no volverá a pasar, que la próxima vez será distinto, que ahora sí hemos madurado. Y sin embargo, cuando el tiempo borra las huellas del tropiezo, volvemos a andar descalzos sobre las mismas piedras.

Porque el tiempo no enseña. El tiempo anestesia.

Nos cura las heridas, pero también nos roba la memoria.


Creemos que el dolor deja lecciones, pero muchas veces solo deja cicatrices. Y con los años, esas cicatrices se vuelven casi invisibles. Hasta que un día, sin saber cómo, el destino nos pone de nuevo frente al mismo error. Entonces entendemos que la vida no repite capítulos por capricho, sino porque aún no hemos entendido la lección.


No aprendemos del error, aprendemos cuando recordamos el error.

Cuando lo analizamos, cuando lo aceptamos sin buscar culpables, cuando lo miramos con honestidad y decimos: “Sí, fui yo. Yo lo hice mal”.

Esa es la diferencia entre tropezar y crecer.


Quizás la sabiduría no esté en caer ni en levantarse, sino en tener el valor de recordar dónde nos caímos.

Porque mientras sigamos huyendo del pasado, el pasado nos seguirá los pasos.

Y cada olvido será una invitación a repetir la historia.


Así que no, no creo que de los errores se aprenda.

Creo que solo se aprende de lo que no se olvida.


Y tú…

¿crees que aprendemos de los errores o simplemente los dejamos dormir hasta volver a tropezar?


Déjame leerte en los comentarios.

Tal vez, entre todos, encontremos la respuesta.




sábado, 1 de noviembre de 2025

Las máscaras que usamos a diario

Cada mañana el mundo se llena de actores.
Unos se colocan la sonrisa, otros la indiferencia.
Hay quien se disfraza de fuerte, aunque por dentro tiemble.
Y otros, simplemente, se esconden tras el silencio porque ya no tienen fuerzas ni para fingir.

Nos enseñaron a no llorar en público, a decir “todo bien” cuando el alma se derrumba, a tapar las grietas con frases vacías y filtros de Instagram.
Y así, poco a poco, nos convertimos en personajes: el que ríe, el que brilla, el que tiene éxito... aunque a veces ni nos reconozcamos en el espejo.

Pero la verdad, la de verdad, está en los momentos en que bajamos el telón.
En ese instante en que te quedas solo contigo mismo y te das cuenta de que ya no sabes quién eres sin la máscara puesta.
Ahí es donde empieza el verdadero teatro de la vida: cuando decides dejar de actuar.

Quizás la valentía no sea seguir aparentando, sino tener el coraje de mostrarse tal cual uno es: roto, cansado, humano.
Porque cuando el alma se desnuda, el corazón respira.
Y cuando el corazón respira, la vida vuelve a tener sentido.

Así que hoy, si te atreves, quítate la máscara.
Que te vean sin guion, sin papel, sin luces.
Porque a veces —solo a veces— ser uno mismo es el acto más revolucionario que existe.

 

El dolor de no sentirse querido

 Hay heridas que no se ven, pero sangran igual que las que atraviesan la piel. Una de ellas —quizás la más silenciosa y cruel— es la de no s...