A veces me detengo a mirar a mi alrededor, y no sé si reírme o echarme a llorar. Nos llenamos la boca hablando de progreso, de libertad, de empatía… pero cada día nos parecemos menos a lo que un día soñamos ser.
Vivimos en una sociedad donde la apariencia vale más que la verdad, donde el “me gusta” pesa más que la palabra, y donde el valor de una persona se mide por la cantidad de ojos que la miran, no por el corazón que la sostiene.
Nos estamos convirtiendo en seres acelerados, que escuchan sin oír, que miran sin ver, que sienten sin sentir. Todo lo queremos rápido, fácil y sin compromiso. Amamos con miedo, opinamos sin saber, y juzgamos sin piedad.
Hemos confundido la libertad con el libertinaje, la sinceridad con la falta de respeto, y la educación con debilidad.
Ya no se trata de tener razón, sino de gritar más fuerte.
Vivimos tiempos donde el silencio incomoda y la reflexión aburre. Donde pensar distinto te convierte en enemigo y tener principios parece un acto revolucionario.
Donde lo correcto es lo que está de moda, y lo que está bien pasa de moda al siguiente.
Pero, entre tanto ruido, todavía queda gente buena.
Gente que no busca brillar, sino alumbrar.
Gente que no compite, sino comparte.
Gente que aún saluda, que aún escucha, que aún se detiene a preguntar “¿cómo estás?” y espera la respuesta.
Quizá el mundo no esté perdido del todo.
Quizá todavía estemos a tiempo de mirarnos a los ojos y recordar quiénes fuimos antes de volvernos tan fríos.
Quizá haya esperanza, si somos capaces de volver a lo sencillo: a los valores, al respeto, al esfuerzo, a la palabra dada.
Porque una sociedad no se mide por sus avances tecnológicos ni por su modernidad,
sino por su humanidad.
Y ahí, amigo mío… llevamos demasiada prisa, y muy poca alma.
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