Hay heridas que no se ven, pero que duelen igual o más que las que deja una caída. Heridas que no sangran, pero que se quedan ahí, clavadas en algún rincón del alma. Son las que provocan las palabras. No las que se dicen con furia, sino también las que se lanzan sin pensar, sin medir, sin imaginar el eco que pueden dejar.
Una palabra puede ser refugio o puede ser puñal. Puede levantar o puede hundir. Puede marcar para siempre. A veces se sueltan en medio de una discusión, otras disfrazadas de broma, y otras tantas con ese veneno que lleva el rencor. Y cuando llegan, ya no hay forma de hacerlas desaparecer. Porque las palabras no se desdicen: se quedan.
He aprendido que no siempre recordamos exactamente lo que alguien hizo, pero sí cómo nos hizo sentir. Y muchas veces, ese sentimiento nace de lo que dijo. De lo que no se debió decir. O de lo que se dijo cuando más vulnerables estábamos.
Por eso, hablar con el corazón no es solo una forma de comunicarse, es una forma de cuidar. Porque no sabemos qué batalla está librando la persona que tenemos enfrente, ni qué cicatrices arrastra.
📖 Hoy te invito a pensar en el poder de tus palabras. Que no sean armas, sino puentes. Que no se claven, sino que abracen. Porque, aunque no lo veas, hay palabras que se quedan para siempre.
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