Es fácil, sí.
Es fácil hablar del tiempo que se pierde cuando las familias se distancian.
Tan fácil como mirar un reloj y ver cómo la vida se escapa entre las agujas.
Tan fácil como decir: “ya hablaremos”, “ya iremos a verlos”, “ya habrá tiempo”… Y ese “ya” nunca llega.
Porque no hay excusas que valgan cuando se trata de la sangre.
Porque hay sillas vacías que no deberían estar vacías.
Hay mensajes que no se mandan. Abrazos que se aplazan. Llamadas que no se hacen.
Y así, sin darnos cuenta, vamos dejando que el orgullo o la desgana nos roben lo más sagrado: el calor del hogar.
Las familias no son perfectas. Hay roces, hay palabras que duelen, historias pasadas, malentendidos que se enquistan.
Pero también hay raíces. Hay infancia compartida, hay domingos de arroz y siestas de sofá, hay recuerdos que nos atan a una historia común.
Y eso, amigo, no se puede soltar tan a la ligera.
Nos pasamos la vida buscando pertenecer a algo, sentirnos parte de un todo, cuando lo más puro estaba al otro lado del teléfono, a una puerta de distancia.
No esperes a que falte alguien para darte cuenta de lo que vale su presencia.
No pongas excusas, pon la mesa.
No des más tiempo al tiempo, que él no espera a nadie.
Porque al final, el reloj no perdona… pero el corazón sí.
¿Y tú, hace cuánto no hablas con ese familiar que un día lo fue todo y hoy es solo un recuerdo borroso?